La caída de Venus


     La belleza clásica ha caído de su pedestal. Ha rodado cuesta abajo, por la falda del Olimpo. Se ha quebrado las costillas, se ha roto las dos piernas, se le han caído los dientes, la nariz se le ha torcido y ahora yace convaleciente en el suelo: magullada, desaliñada, sucia, herida, ensangrentada, horrible,  fea… Pero a mí me sigue  pareciendo bella. Su hermosura aún me cautiva como a un adolescente. Me encanta así, rota, quebrada, miserable, derrotada. Esa belleza que ya no es una vanidosa señorita que se contonea para que la vean, esa belleza que se sentaba en las piernas del poder para besar los labios grotescos del viejo tirano. No, esa belleza dejó sus vestidos de seda para revolcarse en el lodo de la inmundicia, para mancharse de la grasa de las fábricas, untarse de la sangre de las guerras y gemir en la  posesión de la carne sin escrúpulos. Ella me hace el amor con sus llagas encendidas. Me regala los orgasmos que evocan los ocasos. Me habla al oído, me grita cuando no la escucho. Me golpea, me apuñala, me confunde. Siempre se me muestra tan diferente pero nunca deja de  encenderme hogueras de vida, me recuerda a la muerte, pasa como un cometa pero se queda en mí como el fantasma de la infancia.

Hay muchas bellezas, con muchas máscaras, vestidos, tonos de piel y timbres de voz, pero todas convergen en mí, abrevan en mí cuerpo y beben en mi mente. Celebran una orgía en mi carne e invocan al espíritu. Quien la ve queda maldito y no querrá ver más ojos que sus ojos, ojos de gata en la oscuridad.

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