La belleza clásica ha caído de su pedestal. Ha rodado cuesta abajo, por la falda del Olimpo. Se ha quebrado las costillas, se ha roto las dos piernas, se le han caído los dientes, la nariz se le ha torcido y ahora yace convaleciente en el suelo: magullada, desaliñada, sucia, herida, ensangrentada, horrible, fea… Pero a mí me sigue pareciendo bella. Su hermosura aún me cautiva como a un adolescente. Me encanta así, rota, quebrada, miserable, derrotada. Esa belleza que ya no es una vanidosa señorita que se contonea para que la vean, esa belleza que se sentaba en las piernas del poder para besar los labios grotescos del viejo tirano. No, esa belleza dejó sus vestidos de seda para revolcarse en el lodo de la inmundicia, para mancharse de la grasa de las fábricas, untarse de la sangre de las guerras y gemir en la posesión de la carne sin escrúpulos. Ella me hace el amor con sus llagas encendidas. Me regala los orgasmos que evocan los ocasos. Me habla ...