La noche en que el mundo conoció a Onel López Vasco
Extrañamente esa noche no llovió en Manizales. La luna salió
de fiesta y algunas estrellas salieron a verla. El poeta no había querido salir
a leer esa noche. Se negaba a exponerse públicamente como una estatua. Supongo
que no quería que lo igualaran con los grandes poetas que ha leído o que lo
identificaran con un poeta oficial de esos que salen en las fotografías de los
diarios tomando champagne con el obispo o con el alcalde. Yo lo animé junto con
el resto del grupúsculo de poetas nóveles que estábamos ansiosos por leer lo
que traíamos en el bolsillo. Había traído algo de alcohol para perder un poco
el raciocinio y oímos atentos a los que pasaban a desenvainar los versos que habían
fulgido con tanto esfuerzo. Yo también creía que Onel debía subir al escenario,
enfrentar a su público, al lector al que imagina cuando escribe y expandir el
rayo de su voz para hacer temblar la tierra y las consciencias. Pero aún estaba muy temeroso, vaciló bastante
para decidirse pasar adelante a leer algunos de los poemas que me habían
obnubilado y que él había logrado con tanto ahínco. Me pidió que anotara su
nombre en la lista de participantes para leer. Uno de los poetas de nuestras
lecturas locales organizaba el humilde evento; el maestro Flobert Zapata quien
había decidido convocar a los poetas no oficiales, subterráneos, nóveles y rebeldes
a leer el último sábado de cada mes para así darle vida a la poesía popular, de
todos, como el pan nuestro de cada día y reunir en ese espacio a esos seres
vagabundos que merodean las ciudades en búsqueda de palabras. Las Lecturas Urgentes de Poesía fueron el
escenario para que el mundo – o al menos ese reducido mundo que somos los
poetas- conociera a Onel López Vasco, el novísimo poeta de Manizales.
Escribí su pseudónimo allí en el papel porque hubiese sido
una descortesía poner el nombre de santo que tiene en la vida real. Al
pronunciar al poeta Onel López Vasco,
las personas debieron sobresaltarse, inquietarse, cuchichear en sus sillas y
hasta santiguarse.
Yo pasé a leer los textos que había preparado y estaba en
espera de oír el llamado a mi amigo poeta. Oímos los poemas de nuestros amigos
de tertulia callejera; a Garquíloco de Córdoba y sus obscenidades jattinianas,
al excéntrico poeta Johan Henao que llevaba su desechable alma en una caja de
cartón, a Jeison Hurtado con su sencillez y carisma sensibilero y sincero y a
muchos otros más que ya saben quienes son.
Fue el último. Algunos ya se habían ido por la hora que se
acercaba: las nueve de la noche, de “una noche toda llena de murmullos, de
perfumes y de música de alas.” Lo llamaron a las tablas. –Onel López Vasco,
pase por favor. -, Onel se levantó del suelo donde estaba sentado, fue
flemático, lento en sus movimientos. Supongo que no quería dañar nada del
acontecimiento. Subió las escaleras se sentó. Hubo un silencio que lo llenó
todo. Dio el postrer sorbo de aguardiente de su botella, la lanzó atrás, y
empezó. Le reconoció al Maestro De Greiff su autoridad poética y recitó uno de
sus poemas. Con la voz altisonante, algo agitada, nos sumergió en su rabia y
fuego de rebeldía. Leyó luego sus dos poemas “Las vírgenes de las iglesias” y “El
ser humano no existe”, eran unos papelitos arrugados en su bolsillo que sacó de
manera tranquila. Los había pasado de su agenda al papel, con el inevitable
deseo del poeta de compartir lo que ha construido. Él sabía muy bien que esa
era su oportunidad, que no podía dar un paso atrás, que desde que había escrito
el primer verso estaba condenado. Era rotundo el hecho de su enfermedad; era un
poeta y pertenecía a sus lectores.
No le prodigo loas, ni vituperios al novísimo poeta. Él sabe
que ha elegido el camino estrecho de la poesía y que en una sociedad muerta que
adora dioses frívolos y olvida el pasado, el presente y el futuro, él será un
marginado, un errante vagabundo sin hogar. Sólo le queda el refugio de la poesía
que es nuestra humilde casa hecha verso a verso por nosotros y nuestros
predecesores. Sólo espero que no se suicide tan temprano.
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